Opinión

Recuerdos de Echeverría

A Luis Echeverría Álvarez solo lo vi de cerca tres veces: una, en octubre de 1964, cuando era subsecretario de Gobernación con Gustavo Díaz Ordaz, luego de una reunión que tuvimos con un grupo de estudiantes del Columbia Panamerican College —escuela de producción televisiva y publicidad—con Luis M. Farias, en ese entonces director de información de esa agencia, a quien fuimos a pedir, en su calidad de locutor de renombre de la XEW, que fuera el padrino de nuestra generación, a lo que se negó casi con la misma vehemencia con que años después defendió en la Cámara de Diputados, el ingreso del Ejército a Ciudad Universitaria. Recuerdo que salíamos del Palacio de Cobián por la parte trasera, la que da a la calle Abraham González, cuando nos detuvo —en el buen sentido de la palabra— un guardia para que entrara un coche negro por donde, por detrás, Llegó el subsecretario leyendo el periódico.

La segunda vez que lo vi fue en octubre o noviembre de 1975, cuando ya era presidente, en una comida que le dieron los supervivientes del exilio español —mi padre entre ellos— como muestra de apoyo cuando leyó en señal de protesta contra la muerte por garrote del vil grupo de cinco etarras ordenado por el moribundo Francisco Franco, canceló los vuelos México-España, decidió cerrar la oficina comercial española en México —una especie de embajada— y suspendió la agencia EFE. Ese día le di la mano. (Le dije, ¿quihúbole, hombre?)

Meses después, abril o mayo de 1976, lo vi durante un desayuno-entrega de Arieles del Cine Mexicano, al que fui invitado, aún no sé por qué. Además del imprescindible agua de jamaica, ese día nos sirvieron tres tamales: uno verde, uno blanco y uno rojo —en ese orden— alguien dijo que el blanco era de águila.

El nacionalismo echeverrista exacerbado fue sólo retórico y ostentoso. Sus discursos y posicionamientos pseudoizquierdistas sólo consiguieron ahuyentar inversiones y alertar a empresarios que a partir de sus amenazas —que no fueron más allá— se juntaron y formaron un sólido bloque opuesto a la más mínima justicia social.

La guayabera la convirtió en su prenda favorita y, por tanto, de toda la clase política. La prenda sigue siendo muy común en las giras de los gobernantes, de ahí que se diga: flaco con guayabera, mozo; gordo con guayabera, gobernador.

Como dije en mi columna del martes, Echeverría fingía con la izquierda pero golpeaba con la derecha. En su gobierno hubo represión como la del 10 de junio de 1971 y el inicio de la Guerra Sucia. Consecuencia de esto fue la desaparición de cientos de personas, en su mayoría jóvenes.

Claro que durante su gobierno hubo corrupción, faltaba más. Elevó la deuda externa a niveles desacostumbrados y, al parecer, esto la convirtió en regulación para sus sucesores. Luego de 22 años de estabilidad monetaria devaluó el peso con relación al dólar.

A su favor cabe señalar la creación de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), el CCH y el Colegio de Bachilleres, la fundación del Infonavit y la Procuraduría del Consumidor.

El presidente Echeverría era incansable, una característica de su forma de gobernar eran las reuniones de trabajo que se prolongaban hasta la madrugada, sin que él se levantara a orinar. Compartió una anécdota registrada por Gastón Santos en el epílogo de las memorias de su padre, Gonzalo N. Santos. A raíz de la cesión de su rancho El Gargaleote a la reforma agraria, Don Gonzalo fue citado a Los Pinos a las dos de la mañana. Gastón lo acompañó y escribió: «Para mi sorpresa (por la hora de la cita), mi padre me explicó que Carranza dormía hasta la siesta, pero que Echeverría no tenía tiempo para hacer estupideces».